Nueva York: la ciudad de las cadenas
Cuando viajé por primera vez a Nueva York, hace casi treinta años, lo que más me sorprendió fue la cantidad de lugarcitos con comida mexicana y japonesa que había cada cincuenta metros. Eran lugares gastronómicos pequeños, como de garage, que ahora pienso que eran atendidos por sus dueños o sus familias —en esa época, mediados de los 90, en Buenos Aires si apenas había un par de restaurantes japoneses y mexicanos, a los que solo concurría una clase privilegiada.
Esa economía artesanal o de pequeña escala pero también popular que vi y disfruté ahora desapareció. Fue reemplazada por otra, de escala industrial y masiva. La mayoría de los negocios de comidas étnicas o regionales son sucursales de cadenas que siguen estando atendidas por “negros”, “amarillos” o “latinos”, pero cuyos dueños se desconocen, casi tanto como se desconoce la manera de cocinar esas comidas singulares que caracterizaban a esta ciudad multiétnica y cosmopolita —de hecho, en el mítico Barrio Chino cada vez más grande los que atienden al público no son chinos, son hindúes, paquistaníes, etc. (evidentemente la carta de ciudadanía otorga privilegios). De ser la tierra de los prófugos y los desclasados Nueva York se convirtió básicamente en la ciudad de las cadenas y las marcas de moda.
En un ensayito que escribí en aquellos años, que parafraseando a Walter Benjamin denominé “New York: capital del siglo XX”, imaginaba a la ciudad como un refugio para los que aman la vida y se sienten plenos en los lugares donde reina la libertad —es cierto, siempre y cuando lograbas adecuarte al ritmo y al estilo “jóvenes” (entre comillas) que parecían imprescindibles en aquellos años en esta ciudad que cada vez se va a dormir más temprano. El primer paseo al que me llevó mi amigo, que había ido “exiliado” durante el menemismo con una beca de la New School, y en cuyo monoambiente iba a parar, fue a un local de Starbucks, que todavía no existía en Buenos Aires y apenas estaba instalándose allí —en Capital Federal en aquella fecha remota no “existía” ni siquiera el barrio de Palermo, poblado todavía por talleres mecánicos de automóviles, calles empedradas y silencio. Argentina recién ingresaba en el mercado global, aunque los deseos de globalizarse ya habían sido inyectados antes, con la famosa “plata dulce” de la Dictadura. Los deseos tienen genealogías.
Pensé durante mucho tiempo que no iba a volver más a este país que no me gusta, con su formalismo extremo (que confunde con la justicia) y su paranoia, que les impide casi tocarse. Pero volví. Mi hija cumplió 15 años y me pidió este regalo, en lugar de fiesta y vestido de princesa.
No se puede negar que NY sigue siendo una ciudad hermosa, con sus edificios de ladrillo, hierro oxidado y vidrio, sus rascacielos que hacen que las calles ingresen a la noche antes que el cielo, su maravilloso sistema de transporte subterráneo y su frío polar y su nieve (tuvimos la enorme fortuna de estar atravesando el Central Park camino al museo Guggenheim cuando los copos blancos empezaron a caer sobre nosotros —este fue el único hecho mágico que encontré en esta ciudad que en otros momentos estaba a la vanguardia de la literatura, de la música, de la arquitectura, de la pintura, de la moda).
De ser la tierra de los prófugos y los desclasados Nueva York se convirtió básicamente en la ciudad de las cadenas y las marcas de moda.
Para joder, de pajueranos, nos divertimos entrando en Tiffany y en Versace y en Gucci, haciéndonos los millonarios, preguntando precios o probándonos tapados. Por primera vez, y a pedido de Nina, fuimos con el ferry gratuito a ver la Estatua de la Libertad, que siempre consideré y sigo considerando el monumento a la discriminación y al rechazo, pues ahí llegaban los barcos con inmigrantes muertos de hambre que escapaban de su tierra desolada —nadie que esté bien en su tierra va a migrar, salvo que seas rico y que quieras evadir impuestos —los ricos pueden reproducir sus condiciones privilegiadas de vida en cualquier parte del globo, siempre que sea dentro del orden capitalista.
Junto a los palacios y los automóviles último modelo te tropezás con los pobres que viven de manera mugrienta bajo mantas sucias en temperaturas que rondaban los 10 grados bajo cero, de los cuales fotografié algunos —los inmigrantes que consiguieron la Green Card están convencidos de que estos homeless prefieren vivir en esas condiciones infrahumanas antes que en los refugios que hay en la ciudad porque allí, aseguran, pueden drogarse libremente con los planes sociales y los programas de salud demócratas por los cuales se suministran diferentes drogas a los adictos, desde la marihuana hasta la heroína.
Me imagino que un neoyorquino auténtico debe conocer esos lugares en los que se escucha una música todavía no empaquetada, son lugares (si existen) a los que ningún turista informado ávido de novedades va a acceder —de hecho, siempre imaginé que un neoyorquino auténtico era un extranjero arraigado, hasta este viaje, en el que descubrí que un auténtico neoyorquino se sustrae a la vista del turista, como si esa fuese su esencia. Los turistas, a lo que accedemos, es a las vidrieras de los locales que venden souvenirs a 5 dólares, a las cadenas globales de marcas hegemónicas de ropa con precios que ninguna industria local puede competir, y a los museos, invadidos por masas a las que lo que más le interesa es sacarse una selfie al lado de un Van Gogh o un Warhol.
En el medio de todo ese ruido urbano surcado permanentemente por sirenas de bomberos, de ambulancias y de policía, en la noche profunda del hotel, yo tuve varios sueños por noche en los que no se me reveló ninguna verdad traumática oculta (quién sabe), pero me hicieron sentir que otra vida es posible. Ahora sí, no será nada fácil encarnarla en esta realidad mediocre a la que ya estamos cada vez más acostumbrados, vayas donde vayas.
PD: estando allá, acá se murió Beatriz Sarlo, lo que permitió que muchísimos egos académicos ansiosos de necrológicas se explayaran durante no más de 36 horas sobre su vínculo íntimo de amistad con la occisa —alguno llegó a confesar que unos días antes del fatídico desenlace fue al hospital a visitarla pero como estaba durmiendo no quiso molestarla, evidentemente tampoco tenía tiempo para esperar a que abriera los ojos, aunque le sobra para publicitarlo en las redes.